viernes, 24 de octubre de 2008

LA CUEVA DEL TÍO LEÓN



La cueva del tío León


Corría la alta edad media cuando…

Pudo ser la casualidad, el conocimiento del terreno, algún otro motivo que forma parte de los secretos de esta historia, pero el caso es que Adolfo había llegado hasta allí, persiguiendo aquel muflón desde el curso medio del río.

Sabía ,que si seguía acosando aquel animal, mas pronto que tarde, acabaría precipitándose en alguno de los muchos barrancos que jalonan los márgenes del Uces.

Tuvo que sortear montones de peñascos, zarcerones, riachuelos, que como pequeños espejos zigzagueantes, bajaban desde lo alto del lugar.

El calor arreciaba en la ladera cuando mayo era ya irremediable. Él conocía de sus fuerzas, y las presentía prontas a su fin, por eso, atajó por la izquierda al animal para obligarle a girar bruscamente hacia el precipicio; fue un golpe de maestro. Aquel se precipitó bruscamente en el vacío, mientras él desde lo alto del risco, observaba no sin algunos problemas, el lugar donde el animal acababa de detenerse contra el suelo, al tiempo que lo hacía su vida.

Por momentos pensó volver al poblado y venir con alguna ayuda, mas no le gustaba la idea de dejar la pieza a la vista de algún depredador, que hiciera de la misma su alimento.

Por tanto, buscó alguna cañada que le facilitara la bajada hasta el río, aunque fuera lejos de donde estaba la misma, para mas tarde remontar aguas arriba.

Se distrajo en la bajada, observando la inmensidad de flores que a cada paso iba encontrando en su camino, arrancando algunos espárragos acá, probando unos ciruelos allá, cuando llegado el mediodía, ya se encontraba remontando la orilla .

A los pocos minutos llegó, donde creía haber visto caer la pieza, cuando su sorpresa fue aterradora. Allí estaba el animal, al menos a él eso le parecía; pues le faltaba a la par de la piel, algunos trozos de carne no arrancados a mordiscos, si no seccionados con algún utensilio cortante.

Adolfo no podía negar que por momentos, le pasó por la cabeza trepar peñas arriba, cosa que habría hecho, si no fuera porque apareció al instante un pequeño can, de no mas de treinta centímetros.

De pelo encrespado, juzgaba que le costaba ladrar. Parecía fuese un perro abandonado, pero el hecho de que en ningún momento, tuviera un comportamiento agresivo, pensó no andaría lejos su dueño.

Pues sí, cerca de allí, mirando hacia poniente, observó colgado sobre una gruesa rama la piel, de lo que a él le parecía ser la del muflón.

Al momento el can marchó a pedir caricias a una persona, que vistiendo una larga y desaliñada barba, se encontraba sentada en una roca junto al río.

Sea Dios el que te ha traído hasta aquí muchacho. Él solo traería cosas buenas.

Su voz era paz, diríase, que si no fuera por que era necesario retornar antes que el sol hiciese la sombra demasiado larga, Adolfo aún estaría conversando con él.

Largas horas pasaron charlando, aunque a decir verdad, el muchacho era el que atosigaba a preguntas al anciano, que por el aspecto eso parecía. Que si cual es tu nombre, que si llevas mucho aquí, que si conoces a alguien de las aldeas cercanas.

A todo León, que así decía llamarse, (yo aseguraría ser por las uñas), iba respondiendo poco a poco a todas sus preguntas.

Comentó llevar en ese lugar cuarenta veranos con sus cuarenta inviernos que según decía eran las únicas dos estaciones del lugar.

Se acercó a la cueva donde el eremita vivía, fijándose en cada uno de los detalles de la misma, utensilios, ropajes de vestir y de abrigo.

Este le hablaba de la hermosura de los amaneceres en el fondo de la garganta, así como de las coloridas puestas de sol, que le decía, ayudaban a conocer el tiempo que haría el día siguiente.

Que en ese lugar por la gran cantidad de frutos salvajes que se criaban y por los animales que se precipitaban accidentalmente desde lo alto, nunca le faltó con que alimentarse ni vestirse.

Dijo que Blas, pues así llamó al perro, apareció junto a la cueva hacía ya unos tres años; joven le parecía y según todos los indicios ciego, pues su comportamiento así le delataba.

Al buen hombre se le unió, a la soledad que él vino buscando, la desdicha de ver a su nuevo compañero con esa desgracia. Para si decía; habrá mas desdicha que no poder contemplar estos bellos parajes, habitando en ellos. Y pidió al que todo lo puede, algo de compasión para él. Se decía para si con frecuencia :”Que pecado habrá cometido el pequeño animal”.

Muchas veces le dijo, que cuando Blas le miraba torciendo la cabeza como a veces suelen hacer los canes, no podía resistir que alguna lágrima cayera por su rostro.

Le comentó que con las mismas, untaba los secos ojos del perro, que si el can no tenía fe, a el le sobraba, decía, hasta que comprobó que pasados unos días, Blas comenzó a recobrar su vista.

La alegría del anciano fue tal, que según dijo, prometió recoger todas las lágrimas que por cualquier circunstancia crearan sus ojos. Cosa según comentó, bastante frecuente sobre todo, si le venía algún recuerdo que tuviera que ver con el motivo de su penitencia.

Sobre este tema, Adolfo desistió seguir preguntando, pues León , siempre supo evadirse. Sospechó Adolfo, tuvieran que ver despechos de alguna zagala. Desamores dirían otros.

Le enseñó una pequeña roca que en el interior de la cueva había .Esta a modo de palangana, rebosaba de las lágrimas que el anciano recogió desde entonces, y a la espera, que en un futuro decía, fueran de provecho.

Después de desearse lo mejor mutuamente, Adolfo retornó cañada arriba, saludando de vez en cuando, con un agitar de brazos al eremita.

De este hecho nada trascendió, hasta que pasados algunos años, y conocido el caso, muchas fueron las gentes, y de muchos lugares, que bajaban a la cueva; y con las lágrimas de León y su mucha fe se obrara en ellas la suerte de Blas.

Según me contaron; la oquedad de la roca mantiene desde entonces el mismo nivel, y dicen los del pueblo mas cercano, se debe, a que sobre la misma,

” Reposó la cabeza León al morir, y por eso mana lágrimas”.

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